domingo, 31 de enero de 2010

Retirado en la paz de estos desiertos,
con pocos, pero doctos libros juntos,
vivo en conversación con los difuntos,
y escucho con mis ojos a los muertos.

Quevedo

Que razón tiene Quevedo, y menos mal que es así. No tenemos que pedir cita, ni llamar por teléfono, ni ir a un café para hablar con Platón, ni con Diógenes el perro, ni con Descartes. Simplemente necesitamos un libro, y punto, nada más. En cierto sentido es algo egoísta, claro, pero nos gusta porque sólo dependerá de nuestra voluntad.

Por mucho que el autor no quiera -o, mejor dicho, no hubiese querido- podremos hablar con quienquiera que queramos, siempre que queramos, todo lo que queramos. Podremos conversar todas las veces que queramos con Maquiavelo, podremos sentarnos a escuchar la cólera de los héroes de boca de Homero, o de la musa, como se prefiera. Es un egoísmo puro, que por otra parte nos satisface enormemente, nos da el poder de manejar a nuestro antojo las personalidades más eminentes de la historia.

Es así como podremos ir, como abejitas, libando del polen de muchas flores, para hacer la mejor miel que podamos. Nos subiremos (por seguir con tópicos) a hombros de gigantes, o a hombros de enanos, qué mas da, el caso es que aumentaremos nuestro horizonte, podremos ver más allá cada vez.

¿No es algo maravilloso poder hablar con quien queramos, con doctos hijos de la Historia, cuando nosotros queramos? ¿No es increíble el saber que siempre tendremos con quien hablar? ¿No debiera esto desterrar el miedo a la soledad puesto que siempre tendremos una boca dispuesta a contar a nuestros ojos todo lo que escribió en su momento? ¿Y por si fuera poco, no es impresionante el poder pensar que poco a poco nos irán haciendo mejores, más ricos, más sabios?